Jada Stevens es, ha sido y será una de las diosas absolutas del porno. Más de 16 años en la brecha (desde los 19 años, nada más y nada menos), no es solo un par de nalgas fenomenales, es un pedazo de historia viviente de la industria pornográfica. Empezó menuda, en la era preapocalipsis del bubble butt, cuando lo que molaba eran las rubias con melones, pero ella, junto a unas pocas pioneras, cambió el juego para siempre. La génesis del mito se inició cuando le ofrecieron un pastón por hacer escenas de sexo anal y, como en su vida privada ya salía con tíos negros, dijo «¿por qué no?» y se metió en el interracial cuando su representante se llevaba las manos a la cabeza. Pero Jada no solo es una mujer ultramorbosa, tiene la cabeza más amueblada que la mayoría. Reconoce que entrar tan joven le jodió un poco el coco (y advierte que no es para todo el mundo), que ha tenido que sacrificar relaciones estables porque nadie aguanta su vida «incondicionalmente», y que ser madre le cambió todo. El embarazo le hizo replantearse su físico (aceptar que el cuerpo de antes no volvía fue duro) y sus prioridades, pues ahora su chaval es lo primero. En la actualidad, con 37 años, su meta final es forrarse lo suficiente para montar un refugio de animales, su otra gran pasión. Aunque prefiere seguir delante de la cámara mientras pueda, ya está montando su propia productora.

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